Teníamos mil pesetas y el fin de semana por delante.
Llamaba al telefonillo cada sábado por la tarde.
-¿Quién?
- Soy yo. ¿Bajas?
Solo unos segundos después, al otro lado de la puerta del portal, se encendía la luz de la escalera y oía sus pequeños pies bajar los escalones. Al abrirse la puerta, sin darle tiempo a salir, la arrastraba al interior en el preciso instante en que se volvía a apagar la luz, para besarla como si fuera aquella primera vez en Cardenal. Un beso que duraba lo que la oscuridad del portal, momento en que había que recomponerse la ropa para salir lo más dignamente posible a la calle.
Iríamos a pasear por el Madrid de los Austrias, a tomar un café vienés al Monaguillo, o al Nuncio; o quizá nos diera por unas cervezas en el Rey de las Tortillas.
- Hoy nos quedamos en el barrio, ¿te apetece? Y merendamos en el Ipanema unos perritos o unas tortitas.
Paseábamos por el parque (del Oeste, de su barrio, del mío), probablemente discutiríamos, y seguro que caminábamos de la mano para, en cualquier recodo de la vida, girarme sobre mí mismo para abrazarla por la cintura en un movimiento mil veces ensayado para acariciarla suavemente sus labios con los míos en un grito desesperado de vida.
- No creo que te convenga estar conmigo; a mi lado la vida no será fácil.
- Pero será vida, y quiero saber como será tu rostro cuando lo surquen las arrugas.
- Te llenaré el corazón de cicatrices.
- Y yo el tuyo de flores con olor a jazmín.
Así fuimos construyendo castillos en el aire, soñando con ese futuro que algún día alcanzaríamos
- Quiero ver el mar de nuevo; mañana te recojo por la mañana temprano, pasamos el día en Mundaka y volvemos por la tarde.
El mar que nos esperó todos estos años, el mar que significó recuerdos y esperanzas, el que te trajo hasta mí.
Sólo teníamos mil pesetas, y toda la vida por delante.
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