Una mañana de Agosto, siendo yo aún un niño, mi madre me despertó con todo el cariño y la ternura de que fue capaz. Mi abuelo paterno llevaba una semana en coma, y nada más abrir los ojos, pregunté por él. La respuesta de mi madre, aun dicha con dulzura, cayó a plomo sobre mi alma, y me puso cara a cara con la realidad de la vida. Aún recuerdo esa sensación como si no hubieran pasado treinta y seis años. Mañana se me partirá el corazón en mil pedazos. Mañana las arrancaré buena parte de su infancia . Mañana seré yo el que dé esa noticia.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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