Soy la única dueña de mi cuerpo. Ni tú ni nadie podrá nunca decirme lo que puedo o no puedo hacer con él. Ni tú ni nadie puede someterlo a tu dominancia fálica. No quiero que seamos como muchas de nuestras madres, nuestras abuelas y tantas y tantas mujeres antes de mí. Ya se debe terminar la imposición machista de vuestros genitales comportamientos. Yo tengo derecho a ser feliz cuando quiera, tengo derecho a desear a quien quiera, tengo derecho, como tú, a follar con cuantos quiera y las veces que quiera. Tengo la libertad de usar mis manos para acariciar a quien quiera, de usar mi boca para besar y lamer a quien quiera y donde quiera. Tengo la libertad de disfrutar de la vida igual que tú. Ni tú eres muy macho, ni yo soy muy puta. Igualdad, no hay otra palabra.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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