La ventana de mi cuarto era la puerta por la que escapaba de mi realidad; pasaba las horas soñando con el futuro que llegaría algún día. Mi cuarto era el refugio en el que me escondía mientras esperaba a que amainara la tormenta. Poco a poco, con paciencia , esfuerzo y tomando las decisiones adecuadas en cada momento, se han ido cumpliendo muchos de aquellos sueños. Hasta he podido cumplir el que tuvo durante muchos años mi padre. Ahora me afano en que mis hijas no pasen por el infierno que yo conozco; y en esto me surge la duda: ¿dónde está el límite? Ellas nunca sabrán ni podrán valorar lo que tienen, porque para valorarlo en su justa medida antes hay que haber pasado hambre, antes hay que sentir lo que es ducharse con agua fría en pleno invierno; y sobre todo, hay que haber pasado mucha , mucha vergüenza.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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