Qué difícil es la vida cuando tienes dos hijas.
Qué difícil la vida propia cuando solo deseas vivir por ellas.
Qué difícil saber qué es lo mejor para ellas.
Cuan imposible tomar decisiones si son ellas las afectadas.
Ya dejé de ser aquel alma libre que salía a la calle sin saber a dónde
Ya no soy el indómito capaz de arriesgar hasta el último aliento en una loca intuición.
Ahora, antes de mover una mano , pienso las cien mil variables que pueden ocurrir, sabiendo que a la vuelta de la esquina todo lo pensado caerá como un castillo de naipes.
Qué difícil la vida.
Y qué vacía sin ellas. Qué gris. Qué silenciosa. Qué monótona. Qué sinsentido.
Qué inigualable. Qué irrepetible.
Ahora que ya no recuerdo la vida sin ellas. Ahora que no recuerdo si acaso hubo vida sin ellas.
Ahora, ahora es el momento.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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