Le costó tomar la decisión. No por él. Por él había renunciado a su vida. Por él había cambiado de vida. A él se la había entregado en cuerpo y alma hasta hoy. Una vida plena y feliz en los primeros años, fruto de cuyo amor incondicional nacieron sus hijos. Pero se había cansado ya de seguirle por todos los bares, de acompañarle por los suburbios del alma, por las cloacas del amor. Sus hijos ya no la necesitaban , hacía tiempo que habían huido de la pesadilla. Una mañana , en la eterna soledad de su casa, abandonada a su suerte una vez más, sola , sin explicaciones, decidió marcharse para siempre. Abrió el armario y cogió lo imprescindible.
Se llevó el amor en la maleta. Cuando llegó a su destino, la ropa y el corazón aún olían a él.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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