Todos tenemos derecho al dolor emotivo, a nuestro propio dolor del alma.
Hay que pasar por él como un proceso natural. Nunca me gustaron los consejos que te dicen no sufras, mira hacia adelante, olvídalo pronto.
En este dolor hay que instalarse, cada uno su tiempo, cada uno a su ritmo. El dolor es una necesidad para despedirse de lo perdido, para tomar conciencia de ello, y a partir de ahí crecer. Nunca he querido decir nada en los velatorios. Solo abrazo y trasmito mi sentimiento piel a piel.
Cuando he sufrido, me he dejado ir, caer en el abismo, dejar mi cuerpo ingrávido hundirse en las más profundas simas. Y en un momento dado, abrir los ojos y remontar hasta la superficie de nuevo.
Estos dolores del alma me han enseñado más que mil victorias. Aún vendrán más. Los espero sereno.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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