El niño que no era hombre decidió dejar de dar cuerda al reloj, vivir siempre en un día llamado hoy. Aunque cayeran una tras otra las hojas del almanaque. Era feliz con el sabor de una tostada de mantequilla, un abrazo, una llamada, las olas del mar besándose los pies, la ausencia de dolor, ver cada día amanecer.
El niño que no era hombre sabía que los años acabados en nueve le suponían una transformación desde aquel otro año también acabado en nueve en que nació.
Ahora le basta con comprobar que el café sabe a café y que los besos le siguen erizando la piel
Disfruta de todos los hoyes que aún nos quedan por vivir. Feliz noche.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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