Me quedé vacío una noche de mayo.
Roto, mirando sin mirar a un teléfono que ya no sonaba y aún así nunca ha dejado de sonar.
Pensé, ignorante, esto es el dolor absoluto.
Nada lo puede superar. Y así, relativicé mi vida y ningún dolor merecía ser llamado dolor. Huida permanente hacia adelante, búsqueda ansiosa de la felicidad.
Ahora voy descubriendo la verdad. Voy intuyendo la verdad. Y la verdad es que no tengo ni puta idea de lo que es el verdadero dolor. Y lo intuyo. Y no quiero conocerlo. Ya sólo tengo un sueño en esta vida. Sólo un ruego. Morir yo el primero.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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