Tengo miedo a la muerte desde hace mucho tiempo, desde que era un niño. Desde que murió la abuela de un amigo del barrio. Era de noche. Verano. Hacía mucho calor en casa. Dormía con la ventana abierta. Sobre la cama. Entraba una leve brisa desde la calle que movía suavemente la cortina. Pensé en la muerte. En la mía. Quizá por primera vez. O no. Pero es la primera que recuerdo. Así conocí por primera vez ese vacío en el estómago, esa ansiedad, esa dificultad para respirar, esas ganas de dar golpes a la almohada o a la pared. Ese miedo iba y venía. Un día murió mi madre. La vi de cerca. Y ya no se ha ido ningún día de mi lado. En todo este tiempo he podido morir muchas veces. La muerte pasa cerca muchas veces. Sales un poco antes o un poco después de casa, coges el coche, y por esos minutos evitas un accidente, el tuyo, el de tu muerte. Se forma un trombo en tus arterias pero le da tiempo a disolverse antes de llegar a las arteriolas. La vida es frágil. La vida es una historia que siempre acaba ( mal ) Por eso ahora estoy consiguiendo no agobiarme. De algo hay que morir. Todos los días mueren, de cualquier cosa, niños, jóvenes, ancianos. Ya no moriré de niño. Ni de joven. No podemos vivir con el aliento de la muerte en el cogote. Tengo miedo a morir. A dejar de vivir. Pero hace tiempo que lo asumí. Ahora solo se trata de vivir, en cualquier circunstancia. Muchas personas viven estos días aterrorizadas por morir de un virus nuevo. Pero seguirán fumando como posesos, seguirán haciendo subir su colesterol, seguirán conduciendo como kamikaces, seguirán follando sin protección, seguirán viviendo en ciudades infectas de humo y contaminación, seguirán bañándose sin hacer la digestión. Hoy no queremos morir bajo ningún concepto. Dentro de un año seguiremos jugando a la ruleta rusa. Qué curiosa es la relatividad. Intento que nada me arruine un bonito día. Si me cierras la puerta , saltaré por la ventana.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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