Con su traje nuevo recién puesto, se abrazó a su padre sintiendo pasar su vida por delante de su corazón. Volvió la vista para mirar el que había sido su cuarto hasta ese momento, durante casi 30 años; sintió el vacío ya conocido por la ausencia de la madre, la que debía haber sido su madrina. Y partió dispuesto a comenzar su propio camino, la más hermosa de las aventuras que jamás pudo vivir; partió al encuentro de su amor, de la mujer que lo amó como nadie, que le mantuvo a flote en los dias de zozobra y tormenta. Inició el camino que lo llevó hasta los brazos de la mujer que ha dado sentido al regalo que le hicieron un día sus padres, ese camino que terminará abrazado a su utopía.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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