Me las imagino en el colegio, preocupadas por sus grandes problemas, debatiendo con sus iguales. Asustadas por este examen, ilusionadas con las cercanas vacaciones. Me las imagino en su pequeño mundo, felices sin saberlo, tranquilas sin saberlo, protegidas sin saberlo.
Y me viene a la memoria ese olor a serrín en los pasillos en los dias de lluvia; y el olor a lapicero recién estrenado, y el aroma del estuche al abrirlo al llegar a clase.
Y recuerdo el sabor del bocadillo con el que me esperaba mi madre a la salida por la tarde, y la luz del otoño al pasear camino de casa.
Ahora, me aferro a su infancia, como manera de revivir la mía, ya tan lejana. Me agarro, con uñas y dientes, a esta segunda oportunidad que me da la vida en forma de su vida.
Como si no hubiera mañana, vivo a la par que revivo en ellas el niño que un día fui, y que no he abandonado del todo.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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