¿Puede añorarse lo nunca vivido?
¿Puede sentirse nostalgia de donde nunca hemos estado?
La vida, cuando se completa, es como un palíndromo. Acabamos siendo los mismos niños que un día fuimos. Yo ya estoy iniciando ese proceso. Y me gusta más representar aquel papel.
La vida adulta sepulta bajo escombros las inocencias de los seres ilusos que piensan que sólo se trata de ser felices.
De mayores está prohibido hacer cosas por el placer de hacerlas. Todo tiene que tener un orden, todo un por qué. Nada puede ser gratis, todo ha de suponer un sacrificio, una renuncia. Ser feliz está mal visto, es una falta de decoro. Hay que contestar : tirando. Ni se te ocurra : de putísima madre.
Tengo nostalgia. Siempre la tuve. Desde niño.
Nostalgia del niño. Nostalgia de sus sueños. Nostalgia de sus sentimientos.
Mi padre era hijo de vasco y turolense. Nació en Madrid. Siempre se sintió vasco.
Mi madre era hija de toledano y madrileña. Nació en Madrid. Desde que conoció Euskadi se sintió vasca y del Athletic.
Así me educaron. En el amor a una tierra que nunca conocí. La patria es la infancia. Crecí entre esos recuerdos, entre esas pasiones de mis padres. Lo idealicé. Soñé lo imposible.
Mi suegro se fue a trabajar a Bilbao con veinticuatro años. Ya nunca dejó de sentirse vasco, de volver cada día que podía.
Allí nacieron sus dos hijas. De una de ellas me enamoré sin remedio para siempre. Cuando me lo dijo, pensé que tenía que ser ella.
Nací en Madrid. Con genes de los cuatro puntos cardinales. Pero crecí como vasco. Me educaron como vasco. Hay sensaciones que traspasan los límites de lo lógico. Estando allí es donde noto que mi alma se sosiega. El alma que no es otra cosa que aquel niño que creció entre historias de finales, de anécdotas, de nostalgia de donde nunca se vivió.
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