Nunca dejé de ser un niño. Aquel niño que se pasaba las horas en la calle, jugando con los amigos. Primero en el parque, en la arena, jugando a las carreras de chapas. Al rescate, Al escondite.
Aquel niño que se pasaba las tardes jugando en la cancha del barrio al fútbol.
Nunca le abandoné. Seguí jugando. Sobre todo al futbol. En la regional madrileña. También en la Facultad de veterinaria.
La vida la entendí como un juego. Y la entiendo así a día de hoy.
Nunca me gustaron los dramatismos , impostados o no. Nunca me gustó la (fingida e impuesta ) seriedad. Nunca me gustó que me dijeran que ya tocaba dejar de ser un niño. Que ya tocaba dejar de jugar. Nunca me gustó que me dijeran que había que dejar de reír, dejar de correr, dejar de saltar, dejar de mancharme las manos en la tierra, dejar de romper las rodilleras en el parque.
Sigo tomándome la vida como un juego. Sigo relativizándolo todo. Sigo surfeando las olas del dolor con una sonrisa en la mirada. Los nudos de las corbatas me ahogan. Los trajes de chaqueta encorsetan mi alma. Yo solo quiero seguir jugando a todo.
Ahora, que cada visita a un médico, es un nuevo diagnóstico de una nueva patología que añadir a la lista, no me digáis que ya no puedo hacerlo. Menos aún , no me digáis que no debo hacerlo. Que ya tengo una edad. Tengo la edad que dicta mi corazón. Tengo la edad de un chaval al que llama su madre a voces desde la ventana. Tengo la edad de un niño que sube a casa con la cara llena de churretones. Tengo la edad de un joven que está enamorado hasta las trancas.
Os dejo a vosotros la seriedad. Os dejo a vosotros la solemnidad. Os dejo a vosotros la vida aburrida de los adultos que se olvidaron de danzar bajo la lluvia saltando sobre los charcos ensuciando los últimos zapatos recién estrenados
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