Aún vives en mí. Aprendí a vivir sin ti, pero no a saber que ya no vives. ¿ Quien enseña a un chaval de veinte años a hacerlo? ¿Dónde se aprende? Fui joven y dejé de serlo. De un día para otro. Y vuelvo permanentemente a buscar a ese joven que perdí en una llamada de teléfono. En realidad, siempre me he sentido cómodo en esta disyuntiva. Pero no me hace bien. Quiero quedarme con tu recuerdo y dejar ir tu cuerpo muerto. Un joven se quedó aferrado a esa madre muerta, y al día siguiente amaneció un hombre sólo. He de unirlos. He de decirle a mi mente, a mi cuerpo, que nunca volveré a verte. Ni a oirte. Ni a olerte. Ni a tocarte. Porque estás muerta. Y esa no es mi muerte. Aquí queda tu amor, mi amor, en mi corazón. Tu vida se paró. No viviré por ti. Ni para ti. Viviré porque nací de ti y no desperdiciaré ese regalo jamás. No me reencontraré nunca contigo, ni con nadie. Sólo el amor me salvará de morir en vida.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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