No sabría decir qué me gustó de ella. Sería tanto como decir que no sabría decir lo contrario.
Lo que ocurría es que me levantaba deseando encontrarme con ella y me acostaba lamentando no haber sido capaz de acercarme a su vera.
Lo que ocurría es que me desgarraba el alma imaginar que alguien le robaría mis besos, alguien usurparia mis caricias.
Lo que ocurría es que la veía pasar junto a mí y mi mirada se perdía en los confines del universo por miedo a que sus ojos descubrieran mi turbación.
Lo que ocurrió es que un día me sonrió y me aferré a esa sonrisa como un náufrago a la última tabla de su barca . Un día me sonrió y volé tras la estela de su risa hasta el umbral de su boca para que esa risa se confundiera con mis besos.
Lo que ocurrió es que junto a ella el otoño fue siempre primavera
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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