Hace tiempo conocí a un niño, asomado a la ventana de su cuarto en la ultima planta de un bloque de un barrio de Madrid. Desde allí, en los dias despejados, veía a lo lejos la silueta de la sierra, y así, mirando al lejano horizonte, soñaba con el futuro que habría de llegar. Ese cuarto era su refugio, y esa ventana era la metáfora de sus ilusiones. Aprendió a ser feliz fuera cuales fueran las circunstancias de la vida ; muchas veces fue egoista y cobarde, quedándose en la calle hasta que la luz de la habitación de su padre se apagaba. Entonces subía a casa, pasaba de largo y se encerraba en su cuarto, dejando a su madre en el salón , sola con su pena, con su dolor, su frustración.
Hace tiempo conocí a un niño, que fue feliz, como los son los niños, agarrado a las faldas de su madre, protegido bajo el ala de su amor incondicional.
Ya no está su madre, pero hay otras faldas.
Le sigo viendo casi a diario.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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