A veces me gustaría tener la felicidad del ignorante. No darle tantas vueltas a la vida, a la vida que llega, a la vida que envejece, a la vida que vuela. A la muerte que llega. Pero no puedo evitarlo. Quizá sea un trauma, una tara , una patología. Tampoco me importa. Sé convivir con mis angustias. Me enseñan a reír de felicidad al escuchar un pájaro cantar como si fuera la primera vez. No quiero que todo acabe. Pero acabará. Pasará la vida como pasa el amor. Como pasa el sol. Como pasa la flor por el jardín. Pero no me pasaré la vida viendo cada día el mismo reloj dando las mismas vueltas. Es necesario sentir la brisa de mar abierto sobre nuestro rostro, no la luz tenue de los fluorescentes sobre nuestra mortecina piel. Sal conmigo a respirar el aire puro de la vida.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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