Un niño espera nervioso que avance el día y llegue la noche. Están él y su hermana al cuidado de sus abuelos paternos. Sus padres colaboran en la perfumería de sus abuelos maternos y llegarán a casa a la par que los Reyes Magos. El niño se acuesta. Quiere dormirse a la par que no hacerlo. A la mañana, descubrirá que el mundo es mágico y los sueños se cumplen.
El niño que crecerá y no será hombre, siempre creerá en la magia de esta noche. Siempre sonará regalos inesperados. Con el tiempo se convertirá él mismo en Mago. Y convertirá la noche en única.
Descubrirá que el mundo de los niños es mágico y sus sueños se cumplen.
Pero también comprobará que el mundo de los adultos es triste y oscuro.
Él no quiere vivir en ese mundo. Prefiere el de los niños que sueñan con lo imposible.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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