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Vets

 Sonó el teléfono en mi casa, en aquella casa de mis padres. Yo estaba solo. Al otro lado de la línea un compañero de la facultad me dijo que ya habían salido las notas de Tecnología de los alimentos y que yo había aprobado. Yo estaba solo en casa. Mi madre había muerto tres años antes. Mi padre estaba en el hospital recién intervenido de una fractura de húmero y de fémur, consecuencia de una caída en su última borrachera. Mi hermana estaría en el hospital con él o en su facultad de Ciencias Biológicas. Mi novia, Rocío, también estaría en la facultad. 

Yo estaba allí, en la casa de mis padres , en mi casa, solo. Le contesté : "Javi, no solo me acabas de decir la nota de Tecno. También, sin saberlo, me acabas de comunicar que ya soy licenciado en veterinaria" Lo había imaginado de mil maneras posibles, mirando el tablón de notas, girándome, abrazándome a los amigos en los primeros años, besando a Rocío en los últimos. Pero no fue así. La vida no se puede diseñar siempre como un guión. Me tocó saberlo de esa manera. 

Tras ocho años de carrera, después de veinte años de estudios en todos los niveles. Era veterinario. Objetivo de la vida cumplido. Y rompí a llorar. Lloré de alegría. Y de rabia. Y de soledad. Y lloré de pena. También de esperanza. También de ilusión. Y salí a la calle a gritarlo, a gritárselo al mundo, a quien creyó en mí y quien no. A quien me admiró y a quien me compadeció. 

Salí a la calle a decírselo a su memoria, a llorar su ausencia una vez más, a ella que no pudo ver tantas cosas. Fui al hospital a decírselo , de la peor manera posible, ahora lo sé, a él. Salí a la calle a abrir todas las puertas que aún me quedaban cerradas. Las derribé. Las derribamos. 

Han pasado 30 años de aquella llamada. Una llamada que terminó con 8 años donde conocí la muerte y el amor más maravilloso, 8 años donde viví , como siempre, con la mayor intensidad posible. Un tiempo en que perdí a quien me dio la vida. Un tiempo en que conocí a quien me enseñó el amor más hermoso del mundo. 

Han pasado ya tres décadas de profesión. De dedicación plena a aquello que me apasiona, a la medicina veterinaria. Esta profesión tan engañosa, tan admirada por unos y tan vilipendiada por otros. Una profesión que parece amable, enternecedora, simpática. Pero pronto descubres que en realidad es un oficio tremendamente duro, exigente, agotador y estresante. Tras treinta años, más de veinte de ellos con un teléfono móvil de urgencias las 24 horas a mis espaldas, la mente cada vez se vuelve más frágil. Esta hermosa profesión me ha regalado un estrés crónico, una enfermedad inmunomediada, incurable, degenerativa con base en ese estrés, y como colofón los últimos años, unas crisis de ansiedad. Tengo aversión al sonido de algunos móviles, cada vez lloro más con los pacientes que perdemos sobre todo en situaciones dramáticas. 

Sin embargo, no pude hacerlo de otra manera. La meritocracia es una estafa. Si no viniera de donde vengo, de mi realidad adolescente, de mis carencias económicas y afectivas, no hubiera tenido que sacrificar tantas cosas, tanta salud, física y mental. Qué fácil es todo cuando la cuna es de oro, y qué difícil cuando los techos son de hormigón. Tuvimos que trabajar sin horario, sin pausa, aunque fuera a lomos de la ilusión, agarrados a la estela de nuestros sueños. Tuvimos que arriesgar lo poco que teníamos. Renunciar a mucho tiempo con amigos, con la familia. A mucho tiempo para nosotros, para la vida. Renunciar a una crianza responsable, convirtiéndonos en unos padres ausentes. Padres que no pudieron llevar a su hija mayor a una escuela infantil y tuvieron que llevarla a la clínica durante el horario de trabajo. Una madre que no veía a su hija hasta las 9 de la noche como pronto, o que incluso ni podía verla durante la semana, cuando la cuidaban los abuelos. Unos padres que se llevaban a sus hijas a las cirugías de urgencias y las dejaban durmiendo en algún lugar de la clínica. No sé decir si el peaje a pagar por no regresar a las penurias ha sido excesivo. El objetivo era claro desde el principio: que ellas no conozcan las realidades de las que veníamos nosotros. Nos sentimos orgullosos de este camino. Casi nada es gratis en la vida. Me conforta pensar que ellas algún día, quizá ya hoy, sepan valorar las decisiones que tomamos. 

 Así, llega un momento en que has de bajar el pistón para ver la profesión, y la vida, desde otro punto de vista, para ejercerla con un mayor equilibrio físico y mental. Por mucho que ames una profesión, la que sea, no te puedes dejar la vida en ella. Pero no siempre se puede elegir. La vida aúlla. Y tienes que ir a por ella o encerrarte en un agujero diciendo que la culpa es de los demás. Nosotros elegimos dar la batalla. Nosotros nos fuimos de cabeza a por el futuro. Quedaron secuelas. Ahora toca curarlas. 

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