Nunca me he arrepentido de lo que hice por él, y volvería a hacerlo un millón de veces que lo volviera a vivir; se amaron y fuimos fruto de ese amor, y eso ya es suficiente motivo para no haberle abandonado; podía decir que nos robó parte de la infancia y mucha juventud, pero no lo siento así. Si pienso en aquellos años, sé que fuí muy feliz, a pesar de las noches eternas, de verle derrotado por el alcohol, y a ella fiel a su lado, hundiéndose aferrada a su amor por él; no puedo olvidar el dolor que cala hasta los huesos, las discusiones eternas, descubrir poco a poco que tu padre es alcohólico.
Pero no me arrepiento de lo que hice por él, porque mi madre me enseñó a amarle hasta el final.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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