Desde la hamaca del hotel podía observar, como desde una atalaya, al resto de huéspedes del hotel. Alcanzaba a ver a los padres jugando con sus hijos, a las hermanas discutiendo con los hermanos. No llegaba a identificar ninguna conversación entre esas lenguas de Babel que se mezclaban en la pileta. Llamó su atención una pareja de jóvenes novios, abrazados frente a frente, desplazandose por el agua sumergidos en un eterno y delicado beso. Como cuando él era novio de su novia, y surcaban las aguas de piscinas y mares así abrazados. Pero tampoco pudo evitar imaginarse así a sus dos hijas, en un futuro no muy lejano ya, entregadas al amor de sus novios. En ese momento, no habría sabido decir cual de los dos pensamientos era más doloroso.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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