Apenas puedo escuchar sus pequeñas voces bajo el estruendo del rugido de la mar. Me quedo detrás de ellas con la excusa de vigilarlas, pero en realidad lo hago como espectador de teatro viendo la función de su diversión . Tras cada ola desaparecen bajo el manto blanco del mar y reaparecen sus cabezas coronadas por una diadema de espuma, último vestigio de esa ola ya pretérita.
Disfrutan ellas y más disfruto yo.
Vendrán en un futuro, lejano o próximo , tiempos duros. Pero nada podrá borrar de mi rostro tamaña mueca de felicidad.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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