Tan cerca estaba ya de su destino, que podía ver la zona que marcaba la frontera, tan cerca ya que podía escuchar las voces de los funcionarios que allí le franquearían el paso al lugar al que anhelaba llegar desde hacía demasiado tiempo ya. Y fue en ese momento cuando el miedo le atenazó. Había sido tanta la ilusión por abandonar su situación anterior que no había reparado en las consecuencias de atravesar esa frontera. Había sido tanta la desesperación, que no pensó en ningún momento que ese nuevo lugar quizá fuera aun más inhóspito que aquel al que ahora se dirigía.
Así se quedó unos instantes, que quizá fueran días, o quizá fueran años. Así se quedó en ese limbo, entre el pasado conocido y el futuro incierto. Así, sin saber si terminar de avanzar hacia la barrera que se abriría a su paso, o deshacer el camino que llevaba tanto tiempo recorriendo.
Veía esa línea divisoria como el marino avista el puerto al que ha de llegar. Y se sentía como un Ulises que no se atreviera a fondear su barco en Ítaca tras luchar contra cíclopes y sirenas por miedo al tedio y a la pérdida del sentido existencial.
Esa era la disyuntiva. Volver a su tierra conocida, la que le había visto crecer, madurar, o atravesar la linde que le llevaría a ese nuevo país donde siempre pensó que se viviría mejor. Pero, ¿y si no era así?
Fueron unos instantes. O quizá unos días. Tal vez unos años. La situación cambió. Cerraron la frontera que ya divisaba. Y también la del lugar que trataba de abandonar. Como los soldados de la Gran Guerra, se quedó en la tierra de nadie, donde, entonces sí, solo pudo esperar a que pasara el tiempo y todo terminara sin que nadie llorara su muerte.
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