Apenas despertaba el día y se despidió de mí.No recuerdo si me besó, supongo que no porque ya hacía tiempo que debía rehuir sus besos como hace cualquier adolescente.Imagino que me diría que tuviera cuidado ese día y que nos veríamos a la noche.
Al cabo de un rato me levanté para ir a la facultad, donde supongo que no fui a primera hora para quedarme en la cafetería desayunando como siempre un buen café con leche. Era martes, o miércoles, supongo que da igual. Mayo, con su hermosa luz, con su suave calor , con las flores floreciendo, con la vida en plena ebullición. Trece. Eran días bonitos, con el final de curso a la vuelta de la esquina. Debí pasarme unas horas en la biblioteca tratando de estudiar con la cabeza puesta en esa chica que intentaba conquistar y que el sábado no se por qué no pude besar como tenía previsto.
Mis padres llegarían al pueblo de Teruel en el que debían asistir a un entierro.Comieron y, quizá, no sé, mi padre tomó algún vino de más. No lo sé. Tampoco me extrañaría. Quizá ese día no bebió. Nunca he querido saberlo. El funeral fue por la tarde, y tras las despedidas de rigor salieron de vuelta. Imagino que mi madre le conminaría a salir ya, porque sino se hace de noche Jose, y los niños nos estarán esperando y se van a preocupar. Ya salimos Vibel, ya son mayorcitos y podrán estar sin nosotros un rato.
Volví de la facultad a media tarde.Llegando a casa me encontré con una amiga del barrio y me quedé con ella tomando una cerveza en un bar. Al fin vi que estaba ya anocheciendo .Mis padres estarían ya en casa.No quiero que me regañen, me subo ya, que luego se preocupan.
Al abrir la puerta de casa, de frente me deslumbra la luz crepuscular que entra por el balcón del salón. Veo a una mujer hablando por teléfono. Pienso que es mi madre. Todo pasa muy deprisa, sin que de tiempo a pasar de una escena a otra con una mínima pausa. Los hechos se solapan, se precipitan ante mis ojos. No es mi madre la que habla por teléfono.Es nuestra vecina del segundo. No entiendo nada. Mi hermana está a su lado con la cara desencajada. Me dice que es la guardia civil que ha llamado. La vecina no acierta a entender lo que le dicen. Mi hermana la grita. Yo intento saber que ocurre.
Todo el tiempo se para. En medio de la confusión se hace el silencio
¿Quien? dice la vecina. ¿Quien ? dice mi hermana ¿Quien? piensa mi mente sin darme tiempo a preguntar en voz alta.
Tu madre, niña, tu madre. Grita la vecina.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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